¿Cuántos reyes o tiranos jamás previeron que la noche se desplomaría sobre ellos mismos? ¿Cuántos reyes y tiranos creyeron tener el poder omnímodo hasta que terminaron ejecutados por soldados que desertaron a sus regímenes opresivos? ¿Cuántas revoluciones desataron sangrientos procesos de depuración en contra de los “enemigos del pueblo”? Las preguntas no son impertinentes ni buscan que, al cabo de unos años, estas personas sufran tan ominoso destino, pero la historia es clara a la hora de enseñarnos que las élites son las últimas en enterarse de que se ha iniciado, de forma subterránea, un proceso revolucionario ya muy difícil de revertir.
* Roberto Bruna
Periodista y escritor
No sé bien cómo explicar esto, porque lo que vengo a comentarles es un asunto de la máxima gravedad, un asunto de vida o muerte, y me parece que hay un montón de gente que sigue sin comprenderlo.
¿A qué gente me refiero? A los mismos que le piden a comunistas, frenteamplistas o a gente de izquierda en general –a la verdadera gente de izquierda- que haga volver a los manifestantes a sus casas, o que salgan a condenar a los “violentos” de tal modo de aislarlos políticamente. O algo así. En otras palabras, para ellos cualquier personero del FA y el PC tiene en sus manos la posibilidad de “devolver la paz social” a Chile. Bajo esta absurda hipótesis, el cabro Chanfreau y los suyos se irán de vuelta a casa si Beatriz Sánchez, Camila Vallejo o Gabriel Boric le piden que así lo haga.
¿Me creerán que hay gente así de delirante? Son los mismos que se convencieron de su propia ficción como causa de la crisis. ¿De qué hablo? De esa gente que habla de la famosa “intervención extranjera”, que es básicamente la tontería que dice Sebastián Piñera a cada bobo que se detenga a escucharlo. Y lo dicen sin atisbo de vergüenza, en circunstancias que no son los rusos los que pagan malas pensiones ni los venezolanos los culpables de que nuestros enfermos se pasen años en una lista de espera. Tampoco son los cubanos quienes están detrás del acaparamiento de agua. ¿O sí? Sácame del error, entonces.
Lo grave es que esa gente no entiende que puede terminar en un paredón, con sus cuerpos despedazados por la metralla y tirados en el suelo ensangrentado, y más tarde sepultados en una fosa común a la que sus verdugos no sólo negarán la dignidad que exigen las tradiciones mortuorias, sino además las identidades de los restos que ahí reposan.
De la rabia al sentido común
Creo, en primer término, que la rabia, esta bronca sin nombre, se ha vuelto un sentimiento transgeneracional toda vez que ha pasado de la abuela a la madre, y luego de la madre a la nieta. Pasa cada vez que este justificado sentimiento de abuso se instala como parte de los saberes culturales del colectivo, y se convierte entonces en un sentido común irrenunciable que en poco tiempo transforma esa rabia en razón y teoría. Eso sucede cada vez que las personas renuncian masivamente a un contrato social que consideran lesivo y leonino, abusivo y opresor, empobrecedor y cruel, al tiempo que por malditos y condenados toman a todos quienes han extraído beneficios del mismo. ¿Quién se ha beneficiado de mi angustia? Y ahí saltan a la mente varios muñecos con plata y politicastros reducidos a simples mocitos.
Es inevitable que ese sentimiento permee en la tropa, y es muy difícil que la instrucción y el lavado de cerebro de la formación castrense sean suficientes para remover esa rabia que se instala como un sedimento en lo más profundo del alma popular.
La tropa se alimenta del pueblo, y la represión directa termina por desgastar su moral y enervar más a los que pugnan por el derrocamiento del régimen que creen obsoleto e ilegítimo.
La negación como combustible
Hablar de revolución no es exagerado, o al menos no es una tesis descartable. ¿Te imaginas la cara de imbéciles que pusieron los aristócratas franceses al percatarse de que nadie les reconocía poder alguno? Tan desprevenidos estaban que terminaron (corrígeme si me equivoco) con sus cabezas en una canasta. Los reyes franceses corrieron esa suerte, y eso que eran los representantes temporales de Dios. No alcanzaron a huir, como tampoco alcanzaron a huir el Zar y su familia y todos los aristócratas boyardos que dirigían el Ejército Blanco una vez que el Ejército Rojo entraba a confirmar su dominio sobre suelo ruso. Ellos sí que no la vieron venir.
Piñera, la UDI, Allamand y todos los momios de viejo cuño, incluyendo a gran parte del empresariado, parecen no entender que las revoluciones no son cosa de días ni semanas. Piñera menos que nadie sabe si ha pasado o no lo peor. Es un proceso que se cocina a fuego lento; toma años, décadas incluso, con idas y venidas, con revueltas que se combinan con jornadas de aparente normalidad, con protestas en las calles y una represión estatal cada vez más desembozada.
El proceso entero se debate entre acciones subversivas y reacciones que intentan restaurar el poder de clase, mientras que, como telón de fondo, se desarrolla un enfrentamiento político total en los espacios que va dejando esa moribunda institucionalidad, con una constante degradación de la convivencia y un desprecio corrosivo por todas las formas de entendimiento.
Una fuerza tectónica
La guerra civil se vuelve inevitable, y cuando el resentimiento tiene raíces históricas y se extiende a una sociedad empobrecida (la pobreza es el verdadero cáncer de una sociedad), no podemos esperar otra cosa que el descabezamiento total de esa sociedad.
Un indicador muy potente es que la movilización en Chile carece de líderes y caudillos. No los necesita, aún. No es una fuerza que emane desde las alturas, proclive a ser canalizada por voluntad de unos representantes que cada vez representan menos, sino una energía tectónica que emerge de las entrañas de la sociedad misma, y amenaza con llevarse por delante a quienes no han aprendido a bailar a su ritmo.
¿Y si este barco ya zarpó y no hay forma ya de hacer que amarre nuevamente en la anomia, que es lo que seguramente sueñan los oligarcas chilenos y sus intelectuales a sueldo? Desconozco si ya nos embarcamos en un proceso de esas características, pero si el Presidente Piñera, la totalidad de la derecha y gran parte de los empresarios persisten en la idea de negar la realidad, las probabilidades de que terminen todos en el paredón aumentan de forma significativa. Huelga decir que en Chile se fusila. No hay guillotinas, sillas eléctricas, inyecciones letales o la horca.
Se fusila.
Los últimos en enterarse
No sé si el señor Piñera, ignorante de dimensiones enciclopédicas y autorreferente narcisista, tiene idea de lo que está ocurriendo allá afuera. Pero ya decía yo que Piñera tiene -precisamente por su incapacidad de conectarse con el entorno- un talento natural por agravar el cuadro en desmedro de él y los de su clase social. Su empecinamiento ideológico y porfía son tales que en su primer gobierno la derecha perdió el lucro en la educación, y ahora están ad portas de sacrificar la Constitución de Jaime Guzmán, lo que bien puede terminar costando lo más sagrado para la derecha, que no es precisamente el derecho a la vida ni la familia. No.
Lo más valioso para la derecha es el legado de José Piñera, autor intelectual del crimen previsional y saqueador de los recursos naturales (partiendo por el agua), un sociópata señalado como el verdadero arquitecto del expolio.
La oligarquía chilena, salvo integrantes excepcionales, hace todo por convertir la rebelión en revolución, al punto que lo más conveniente para ella misma es -oh paradoja- que ya no vuelva a gobernar nunca más. De otra manera aumentan las probabilidades de que corran tan ignominiosa suerte, tanto ellos como nosotros mismos, a quienes muchos podrían eventualmente juzgar de “amarillos” y carentes del verdadero espíritu revolucionario, y por ende poco comprometidos con los valores del nuevo orden. Yo también puedo terminar ahí, con más hoyos que un colador.
Las cosas pueden perfectamente tomar ese curso. Que no te digan que no.
Roberto Bruna
Nicolae Ceauçescu, presidente de Rumania, y su mujer fueron fusilados el 25 de diciembre de 1989, acusados de corrupción, genocidio y abuso de poder. Los ejecutaron en forma sumaria.