El coordinador del movimiento #NoMasAFP, Luis Mesina, llamó a un gran debate nacional con miras a realizar un plebiscito que zanje el futuro de la reforma al sistema de pensiones. Incluso llamó a José Piñera a participar en un debate mano a mano, pero dudamos que el exministro de la dictadura coja el guante. Lo bueno es que ya están sobre la mesa los argumentos de los defensores de la capitalización individual. ¿Quieres saber cuáles son? ¿Es posible desmontarlos? Sí. No sólo es posible; también es fácil.

La casta de coimeros no sabe cómo encarar esta nueva movilización nacional. Mucho menos sabe cómo preservar el funcionamiento de esta colosal fábrica de mendigos que tantos beneficios le ha generado a una industria corrupta, una industria que financia a las empresas de los grupos económicos que quitan valor a nuestra economía y que tantos daños ocasionan para la calidad de vida de las comunidades y el medioambiente. Esas mismos grupos económicos que, encima, como si ya no tuvieran suficiente, evaden impuestos y encima se coluden. ¿Hay alguna industria tan nefasta, como es efectivamente la industria de las AFP, capaz de generar una rentabilidad del 28%? ¿Qué negocio, que no sea el tráfico ilegal de drogas o armas, podría aumentar sus ganancias en un 28% al año?

Lo bueno es que ya podemos asistir a la defensa cerrada de un sistema fracasado, y algunas opiniones vertidas en ese sentido dan para la risa. Pasa siempre en este tipo de discusiones. Primero: los defensores de esta aberración hablan como si el sistema creado por José Piñera (quien se ha pasado contando mentiras y ganando plata con su engendro) fuera algo normal, el sistema predominante en el mundo, aun cuando son sólo 9 países los que mantienen un sistema de ahorro forzoso sin contribución del empleador. Pero queremos dejarlo en claro: más o menos solamente, porque ninguno llega el extremo de la abominación que instalaron en Chile. Es importante aclarar que el promedio de las pensiones apenas exceden los 200 mil pesos, cifra inferior al sueldo mínimo.

Ninguno de esos países es un modelo a seguir, salvo Australia, cuya realidad social, desde luego que más igualitaria e inclusiva que la nuestra, con buenos sueldos y empleos dignos, con altas tasas de ahorro, con una economía diversificada, con educación y salud gratis, permite a su Estado la posibilidad de depositar mil dólares a cada pensionado a efectos de compensar los menores ingresos.

Otra cosa llamativa de los defensores de las AFP es que denigran el sistema de reparto no ya sólo como una manifestación “populista” y “demagógica” promovida por gente irresponsable, no ya como si fuera una aberración, o una anomalía en circunstancias que lo anómalo son las AFP, sino que también ahora se dan el lujo de cuestionar sus resultados… ¡como si el mismo sistema de AFP lograra gran cosa! Es verdad: el sistema de reparto no será perfecto, pero sin duda es lo menos malo, o, si se quiere, más eficiente en el cumplimiento de su objetivo esencial que es… adivinen qué: sí, pagar pensiones. Prueba de ello es que el reparto es el eje estructurante de los sistemas de pensiones en el mundo.

¿Qué Chile no puede hacer nada de eso porque no es un país rico como Australia? Claro. El tema es que igual nos cobran como si fuéramos un país rico. Es cosa de mirar y entender que pagamos la internet más cara del mundo, la luz más cara del mundo, el agua más cara del mundo… ¿No sería bueno que empezaran a cobrarnos como país pobre? No se puede ser rico a conveniencia.

Imaginemos por un minuto que pisamos todos el palito y nos tragamos la solución propuesta por la casta de coimeros que gobierna este país, consistente en corregir un sistema que se sabe fracasado. Es decir, operar dentro de los márgenes del sistema. Será lo más parecido a tratar de reanimar un muerto, por cuanto las pensiones sólo se verán incrementadas en ¿diez luquitas?, ¿treinta luquitas?, ¿cincuenta luquitas? No será más que eso. Si una persona recibe una misérrima pensión de dos gambitas, y gracias a la reformita de Bachelet pasara a ganar 230 mil pesos… ¿cambiará la situación de pobreza en la que ese jubilado se ha visto sumergido? No. No cambia nada.

Si algo bueno ha salido de toda esta discusión es que las caretas se han desplomado. Es en temas así de esenciales para la economía del país que los verdaderos intereses se sinceran y muestran su rostro. No faltará quien se esfuerce en hacernos creer que su oposición a una reforma de fondo al sistema de pensiones obedece sólo a su interés por cuidar a la clase media, la generación de empleo, los animales… o lo que sea. Nunca falta la barreta. Pero lo cierto es que protegen un negocio particular de características muy singulares, lo que explica la irracionalidad de los argumentos que sostienen esta posición. Además creen de verdad en el «milagro chileno», en consecuencia creen justo mantener todas aquellas estructuras de poder que han permanecido a lo largo de todo este tiempo. Nada más. Y claro; dicen que les preocupa la instalación de un sistema basado en la solidaridad ya que los fondos podrían caer en manos del Estado. Bernardo Fontaine, economista ultra neoconservador, llegó a preguntarse si la gente querría ver su plata en un estado pletórico de funcionarios corruptos, olvidando que los privados no se han comportado precisamente como las carmelitas descalzas.

Pero en esta negativa a asumir la triste realidad reconocemos otro vicio, cual es la extrema ideologización de la derecha chilena: creer a priori que el estado es un cauce de carroña y el mundo privado una fuente de agua diáfana para lavar nuestro espíritu. ¿Se le ocurrió pensar a Fontaine que tales dineros podrían ser administrados por una agencia privada independiente, como aquella que maneja el seguro de cesantía?

He ahí el tema final: el proceso de fanatización que ha experimentado la derecha chilena en las últimas décadas, una conducta que se tornó permanente gracias a la religiosidad de un patriciado nacional que vio en la estrepitosa caída del Muro de Berlín y el triunfo de la modernización pinochetista señales claras de que contaba con el favor de Dios. Uno de los ejes del pontificado de Juan Pablo II fue, sin ir más lejos, instalar la idea de que las piadosas oligarquías católicas habían salido triunfantes de una ordalía. He ahí el problema de la religión, la de reforzar creencias que desafían la racionalidad humana y suprimir el debido juicio crítico frente a lo que nos proporcionan los sentidos.

Cuando a esa espiritualidad religiosa se suma una creencia ideológica exacerbada, lo más probable es que el individuo pierda la capacidad de tomar distancia de sí mismo, que en el fondo es tomar distancia de sus creencias, aun cuando la evidencia empírica las haya echado por tierra. Muy llamativo resulta que una de las lecturas predilectas de Hernán Büchi  sea “Entibiamiento”, de Patrick J. Michaels (director del muy partisano Cato Institute) y Paul C. Knappenberger, una “obra” que niega la existencia del calentamiento global pese a que tal fenómeno ha quedado establecido en todos los estudios realizados por los científicos del planeta.

¿Cómo se llama eso? Eso tiene un nombre: fanatismo ideológico. Nada más.

El Soberano

La plataforma de los movimientos y organizaciones ciudadanas de Chile.

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