El caso AC Inversions generó estupor e indignación en la opinión pública. Estupor, porque nadie entiende cómo una empresa de estas características pudo operar libremente pese a que había alertas tempranas sobre su funcionamiento irregular; indignación, porque saber de personas que pierden todos sus ahorros a manos de unos chantas genera una reacción de rabia por la soltura e impunidad con que actúan los sinvergüenzas en nuestro país. Pero seamos francos: ¿quién no sintió rabia contra las víctimas por haber dado crédito a un negocio espurio que premia la ley del mínimo esfuerzo y el rentismo? Aunque claro, no podemos ser tan hipócritas; si fuera por estos fenómenos, entonces podríamos decir que la codicia es una enfermedad desatada en Chile.

No alcanzaba a terminar de escuchar por la radio a una víctima de la estafa masiva perpetrada por los regentes de AC Inversions cuando el taxista, que hasta ese instante movía la cabeza y despotricaba en silencio, soltó una frase que me interpretó por completo: “Qué gente más imbécil y codiciosa”, dijo, tajante, definitivo. Yo había pensado lo mismo cuando me enteré de este caso, uno que guarda muchas similitudes con el caso de los “quesitos mágicos” de la famosa Madame Gill. El vínculo es más o menos el mismo: nuevamente tenemos gente incauta que quiere ganar plata rápido y sin esfuerzo. Ganar plata sin pudor, en total ausencia de ese sudor que ha de manar de la frente altiva y orgullosa de un trabajador.

Y me quedé varios días con esa conclusión, convirtiendo a las víctimas en victimarios de sí mismos y responsables primeros de su infortunio. A la larga, ellos mismos se lo buscaron, me decía yo. Sólo después de darle una segunda vuelta al asunto mi idea sobre el caso comenzó a adquirir matices, abriéndome, ahora sí, a la idea de considerar a esas personas no ya como víctimas de unos filibusteros de oscuro pasado, sino también como víctimas de una hegemonía cultural que, más allá de consagrar el lucro y el oportunismo, ha supeditado toda consideración ética a la lógica de la ganancia. En suma, lo que es bueno moralmente es aquello que da plata. Y mientras más plata, mejor.

Al fragor de este último escándalo se han dicho muchas brutalidades, similares en el nivel de injusticia y superficialidad a las que mi buen taxista y un servidor lanzaron en su minuto contra esas «pobres» personas. Pero la desfachatez y la hipocresía demostradas por ciertos opinólogos de influencia amenazaban con llevar la discusión por un derrotero equivocado, tratando de distraernos respecto al tema de fondo: la laxitud moral propia del capitalismo (o su excesiva flexibilidad moral, si se quiere). Y eso no se puede dejar pasar así como así.

El escaso valor del trabajo en Chile

Un ejemplo claro es lo afirmado por el economista Alfonso Swett en Canal 24 Horas de TVN, en orden a que “la gente debe entender que la única manera de surgir es el trabajo duro”, argumento que cualquier persona medianamente informada ha de asumir como una tontería por todo lo alto si tiene a bien considerar un dato demoledor para tan conmovedora y súbita valoración del factor trabajo: muchas personas que cuentan con un trabajo remunerado no han logrado cruzar el umbral de la pobreza. En simple: en Chile es perfectamente posible ser trabajador y pobre, algo intolerable en un país que quiere ser desarrollado, ahí donde el valor del sudor derramado ha de valer siempre más que los albures y las apuestas.

Ya ni falta extenderse mucho sobre las causas de este desmoralizador fenómeno, pero bien vale recordar que hubo un diseño político e institucional que apuntó, de manera deliberada, a minar el valor del trabajo, de tal manera que, como el mismo Pinochet dijo en uno de sus afiebrados discursos, Chile pasara de ser un país de proletarios a uno de propietarios. No vengamos a sorprendernos ahora de que los índices de pobreza son mayores que los índices de desocupación. ¿O es que acaso le extraña que esa sea la situación en un país donde más del 70% de los trabajadores obtiene un salario de 450 mil pesos brutos? La consecuencia de todo ello ha sido que la población en Chile (en especial los más jóvenes) ha ido perdiendo la fe en el trabajo (y el esfuerzo individual, en definitiva) como llave para una mayor movilidad social y fuente para una mejor calidad de vida. Ante los encuestadores dicen otra cosa, pero vaya uno a creer si eso es cierto.

¿No es acaso la ignorancia la que alimenta el sistema capitalista? ¿No es esa ignorancia masiva, irreductible, la que permite que bancos y casas comerciales puedan esquilmar a diestra y siniestra través de letras chicas que resultan ininteligibles para nuestro ejército de analfabetos funcionales? ¿No le conviene al mercado, precisamente, que los individuos sean incautos y no tengan noción alguna de sus derechos como consumidores y como trabajadores, o bien que estén malamente informados de las triquiñuelas financieras para incrementar sus ganancias? Si todos fuéramos muy cultos y lúcidos, el capitalismo estaría condenado a su desaparición.

Otras reacciones referidas a las “víctimas” de AC Inversions tuvieron que ver con la ignorancia supina o desinformación de las mismas personas engañadas por esta firma de papel, lo que quedó más o menos patente a partir de dos situaciones específicas: el hecho de desconocer la inexistencia de un negocio limpio que arroje tan pingües beneficios y, por otro lado, el hecho de ni siquiera tener nociones básicas del idioma inglés para percatarse del engaño, pese a que Chile se presume, y con una jactancia que asoma atrevida y hasta arrogante, de ser un país muy bien conectado con el mundo, con múltiples tratados de libre comercio y una muy desarrollada conectividad en internet (al menos en comparación al resto del continente). ¿Ha visto a algún político encarando seriamente este déficit que, demás está decir, desmiente el interés por dar una oportunidad de desarrollo a los habitantes de este país?

La ignorancia funcional al sistema

En realidad, nuestra población se caracteriza por un bajísimo dominio de cualquier tema, rasgo típico de un pueblo que, sumido a un persistente ayuno intelectual (leer y ser culto no permite ganar plata), parece ya haber metabolizado la ignorancia, al punto que convivimos con ella como si nada. Demás está decir que muy poco ha hecho el Estado de Chile (y la oligarquía) por contrarrestar un dato revelador de nuestra ruina intelectual, un hecho que conjura cualquier plan por llegar al desarrollo en un corto plazo: el 80% de los chilenos tiene serios problemas para comprender textos de relativa simpleza. Si no es por los estudiantes que salieron a marchar, con toda seguridad seguiríamos en la misma inercia. He ahí entonces otra arista: los estafados por AC Inversions son también víctimas de la «Sociedad Docente», esa apuesta que ha tendido a vincular a los privados (muchos de ellos sin interés alguno por la educación) en las labores que antes correspondían al Estado Docente. Está claro que los privados no tienen la culpa de generar por sí solos este cuadro tan dramático, pero definitivamente no han contribuido a subsanarlo.

Pero, ¿no es acaso la ignorancia la que alimenta el sistema capitalista? ¿No es esa ignorancia masiva, irreductible, la que permite que bancos y casas comerciales puedan esquilmar a diestra y siniestra través de letras chicas que resultan ininteligibles para nuestro ejército de analfabetos funcionales? ¿No le conviene al mercado, precisamente, que los individuos sean incautos y no tengan noción alguna de sus derechos como consumidores y como trabajadores, o bien que estén malamente informados de las triquiñuelas financieras para incrementar sus ganancias?  Si todos fuéramos muy cultos, tipos despiertos e informados, críticos y lúcidos respecto a las consecuencias de nuestros actos de consumo, el capitalismo estaría condenado a su desaparición. Y créame: eso no es precisamente lo que desean los exégetas del capitalismo extremo que nos rige.

También habría que pensar en que esas mismas personas esquilmadas en este fraude piramidal han crecido y envejecido viendo cómo algunos audaces (integrantes de esa nueva burguesía que creció a la sombra de la dictadura cívico-militar y que se fortaleció en el simulacro de democracia que le sucedió), tipos de triste figura, hicieron fortuna y adquirieron prestigio sólo por haber estado en el momento indicado, en el lugar indicado, o por tener los amigos y contactos indicados. Muchos de ellos se han limitado a administrar, en posición ventajosa y con toda clase de subsidios, aquellas empresas que le fueron birladas al Estado.

Una de las víctimas de AC Inversions llegó a decir que metió plata en la pirámide porque quería vivir el resto de su vida de las rentas que el negocio hubiera podido generar. Lo dio sin que se le moviese un músculo de la cara. ¿No hacen lo mismo nuestros empresarios? ¿Qué acaso ellos no han vivido todos estos años cafichando de rentas protegidas por ley y subvencionadas por el Fisco, una conducta opuesta a la innovación permanente que ha de exigírsele a un empresario?

¿Es que acaso no hemos legitimado la pasada como fuente de progreso personal? Pues sí. Lo hemos hecho. Sería conveniente recordar, en aras de un debate serio y franco, que la legitimación del atajo como fuente de progreso material quedó plenamente consagrada en la elección presidencial de 2009, cuando la mitad más uno de los electores concurrió a las urnas para darle su voto a Sebastián Piñera, cuya historia de vida no es precisamente un inmaculado pliego pletórico de superación, perseverancia, logros y hazañas personales, sino un lienzo salpicado de manchas, una sábana inmunda a la que a cada tanto se intenta blanquear a través de relatos mitológicos y autocomplacientes tan típico en aquellos que, pese a su gran olfato y sentido de la oportunidad, nunca han hecho nada valioso en el ámbito de sus competencias. Y a Chile le dio lo mismo el historial de Piñera.

Por cierto: ¿cómo fue la defensa de Sebastián Piñera al royalty a la minería establecido durante su administración, y que tiene a Pablo Longueira contra las cuerdas? Pues bien: que el royalty, independiente de su origen espurio (cosa que parece irrelevante según el canon), fue una buena idea porque logró recaudar miles de millones de dólares para la reconstrucción (una afirmación que también es muy discutible). Helo ahí el gran sesgo mercachifle de nuestro tiempo: da lo mismo el medio y el origen del dinero, ni el cómo y de qué manera ese dinero fue generado. Las cosas serán buenas y deseables en la medida que una suma de dinero adquiera más dígitos. Punto.

La codicia enceguece más que la masturbación

Años atrás algunos conservadores y algunos curas decían que la masturbación hacía crecer pelos en las palmas de las manos o dejar ciegos a los que se excedían emulando a Onán. Así fue como esos cretinos, con o sin sotana, pensaban ahuyentar la concupiscencia entre los adolescentes más ganosos. Una estupidez, en realidad; a diferencia de la codicia, claro, que siempre enceguece a las personas que la padecen. En otros casos aún más graves, la codicia, en tanto enfermedad del alma, hace mella en la inteligencia de las personas y, en no pocos casos, puede hacernos perder el más básico instinto de autopreservación tan propio de las especies que pertenecen al reino animal.

Cretinos e imbéciles fueron, por ejemplo, Carlos Lavín y Carlos Alberto Délano (dos que se enriquecieron con el saqueo del Estado en dictadura) por negarse a pagar a Hugo Bravo lo que le correspondía y, al mismo tiempo, sugerir la entrega de boletas ideológicamente falsas sólo para obtener del Fisco una devolución insignificante en relación a los beneficios que tal “inversión” (financiar la política lo ha sido en todas partes) les hubiera podido reportar. Lo mismo para Julio Ponce Lerou. Pero no. Los tipos parecían no tener suficiente y al cabo terminaron presos, con sus miserias y vergüenzas al desnudo, objetos de escarnio, convertidos en la antonomasia de lo fresco, y en sus círculos empresariales tachados de imbéciles por haber arriesgado la integridad del imperio Penta por unas pocas chauchas. ¿Y qué le pasó a la empresa Caval de Natalia Compagnon? Pues lo mismo: de haber pagado los dineros que debía pagarle al famoso Sergio Bustos, el negocito de Machalí habría prosperado a tal punto que hoy, a esta hora, la nuera de Chile ya habría adquirido su tan anhelada casita en Miami.

¿Tan impolutos somos como para juzgar a todas esas víctimas? Ni tanto. Algo de esa codicia también hemos adquirido. Es la dinámica de nuestro tiempo, una tendencia cultural que termina por permear incluso a personas con un sólido compromiso con la lucha orientada a restituir algo del valor que ha perdido el trabajo, toda vez que, viviendo en franca minoría y a contracorriente, casi como exiliados en nuestra propia tierra, la vida se hace muy difícil de llevar. La Constitución y las leyes nos niegan derechos básicos. Si a ello sumamos el poco valor al trabajo, es evidente que debemos apostar, jugarnos la carta que se nos presenta, aprovechar la oportunidad. No nos queda otra. La incertidumbre de una apuesta es lo que experimentamos a diario, a lo largo de toda una vida. ¿Acaso no hacemos lo mismo cuando, en base a proyecciones de «especialistas», cambiamos nuestras platas desde un fondo de una AFP a otro? ¿Eso no es apostar? Nos han preparado para esto.

«Los huevones querían hacerla, y pa’ hacerla hay que ser vivo», dijo el taxista. ¿Y nosotros? ¿Cuántas veces no hemos querido «hacerla»? 

Roberto Bruna

Roberto Bruna (Santiago, 1977) es periodista de profesión y Director de Contenidos de El Soberano. Estudió en un colegio cuyo nombre da exactamente igual y se tituló en una universidad “pública y...

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