La Presidenta Michelle Bachelet se comprometió a impulsar un nuevo trato para abordar la “cuestión socioambiental”, pero hasta ahora sólo ha demostrado que entre el dicho y el hecho siempre hay mucho trecho, y nada parece sugerir que pueda cambiarse una institucionalidad repleta de orificios y fisuras. ¿Las razones? No hay fuerza para iniciar otra pelea política que haga entrar en razón a los empresarios, al tiempo que sigue predominando, al interior de la Nueva Mayoría, una obsoleta matriz de pensamiento desarrollista que ha subordinado nuestro sistema ecológico a la implacable ortodoxia liberal de los últimos 35 años.
Sin ir más lejos, la comisión que estudiaría un nuevo Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental perdió a dos de sus tres representantes ambientalistas, quienes desistieron de seguir participando en vista de una desfavorable correlación de fuerzas frente a los que están en favor de las empresas. A continuación, Flavia Liberona, de fundación Terram (una de los integrantes que decidió marginarse) nos da luces sobre el rumbo que adoptará la agenda ambiental de Bachelet.
La misma Michelle Bachelet sabe, o sabía, que reformar el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental era un imperativo. Fue compromiso de campaña. Y por tal razón es que, ya en el gobierno, la Presidenta creó una Comisión Asesora con 29 miembros a efectos de discutir y sugerir medidas tendientes a establecer un nuevo trato, habida cuenta de lo insuficiente que hoy resulta una institucionalidad que echa sus cimientos en organismos de poco peso político y con débil músculo fiscalizador, así como en una normativa bastante poco rigurosa y sanciones insignificantes frente a los beneficios que la empresa genera a costa de arruinar la calidad de vida de las comunidades y poner en riesgo la salud de los chilenos.
Hasta ahí todo iba bien. Parecía una buena iniciativa en aras de enaltecer una obra presidencial que se presumía reformista. El problema es que a poco andar comenzó a desplomarse la utilería del escenario montado por las autoridades, dejando al desnudo la farsa en desarrollo, conclusión nada injusta si se considera un dato incontrovertible: el claro desbalance de fuerzas al interior de la famosa comisión, sumado a la falta de apoyo financiero para que las voces de la sociedad civil se pudieran expresar. La supremacía de voces que salvaguardan los intereses de las empresas significa, ante todo, que la cuestión ambiental aún es percibida no ya como una inofensiva extravagancia de burgueses, sino como un obstáculo en el camino al desarrollo (o lo que ellos entienden por desarrollo). Por lo tanto, esta instancia no tiene más objeto que simular algo de preocupación frente al agravamiento de los conflictos ambientales y legitimar los negocios que vienen en camino.
Desglosando: de los 29 integrantes, tres pertenecían a ONG del mundo ambientalista, uno representaba al mundo indígena, seis correspondían a representantes de las instituciones públicas que conforman el Comité de Ministros y el resto, más o menos el 70% del grupo, a gremios empresariales y consultoras. Por esta y otra razones (el Gobierno, a la sazón, aprobaba la polémica central Mediterráneo en el río Puelo), la directora ejecutiva de Terram, Flavia Liberona, así como la abogada del Consejo de Defensa de la Patagonia, Macarena Soler, decidieron marginarse del proceso.
Con tales antecedentes en la mesa, en nada quedó el compromiso de valorizar un poco más nuestro sistema ecológico desde un punto de vista institucional. Al revés: cada día que pasa parece más condenado a padecer la implacable ortodoxia liberal de los últimos 35 años.
“No soy ni pesimista ni optimista. Prefiero ser realista. ¿Qué saldrá de esa comisión? No hay que ser adivino: un documento para no hacer nada o bien uno para hacer muy poco, chuteando todo para adelante”, dice Flavia Liberona, de Terram, quien renunció al comité asesor. “Pero me parece que las recomendaciones van a estar muy influidas por lo que el exministro (de Hacienda) Alberto Arenas llamó en su minuto ‘la agenda pro-inversión’, agenda en la que se prescindía de medidas de gestión ambiental”, señala después.
«Cuando era miembro de la comisión lo dije: lo primero que debemos hacer es darnos cuenta de la necesidad de cambiar la institucionalidad, pero antes, como mínimo, era comprender que debíamos al menos respetar la institucionalidad que tenemos, cosa que tampoco pasa aun cuando es bastante precaria. Sin ir más lejos, al mismo tiempo el gobierno daba luz verde a la central Mediterráneo. ¿Qué señales son esas, entonces?”, sostiene Liberona, evidentemente desilusionada del precoz giro pro-empresa de la comisión.
“Necesitábamos avanzar en temas de fondo especialmente en temas como los principios preventivos, pero al final sólo discutíamos de cosas que permitían agilizar el sistema, y todo para dar carta blanca a los proyectos de inversión”, agrega la bióloga de la Universidad Católica.
Este gobierno, así como el anterior, y el anterior, y el anterior; todos, sin excepción, han supeditado las cuestiones ambientales a los negocios. Es una política de Estado. (Flavia Liberona, de fundación Terram)
¿Qué cosas cree que no tiene la actual institucionalidad y que deben ser incorporadas con urgencia?
Hay un montón de tareas pendientes. Pero me parece que la primera es garantizar la igualdad ante la ley. El Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental es muy desigual, favorece de manera desmedida al proponente, en este caso la empresa, en desmedro de las comunidades y los servicios públicos que participan en la evaluación. El tema de fondo es que con el tiempo se ha traicionado el sentido original de la legislación ambiental, su espíritu, para derivar en lo que tenemos hoy día: un legitimador de proyectos de inversión. Por eso es que el sistema entero despierta mucha desconfianza en la ciudadanía. Si tuviéramos igualdad ante la ley, algunos proyectos serían rechazados, cosa que acá nunca pasa.
La legislación ambiental, promulgada en 1994, menciona principios bastante claros pero sólo a nivel de mensaje. Pero se quedan ahí, no bajan en concreto al articulado. Es imprescindible, entonces, trabajar el principio preventivo, porque hasta ahora la ley no está previniendo nada. Asimismo había un compromiso presidencial con enviar al Congreso el proyecto de ley para crear el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas, un proyecto que presentaba muchas deficiencias. Por eso está en un cajón. Otro tanto tiene que ver con el proyecto de ley de protección de los glaciares, donde se relativiza mucho el valor de algunos glaciares y se cuida sólo lo que había, algo muy en consonancia con lo que pide la industria minera, donde, obviamente, juega un rol clave Codelco. También hay retrasos con la creación del Servicio Forestal Público. En fin. Me parece que la agenda ambiental no está dentro de las preocupaciones de este gobierno.
¿Qué impediría enriquecer y desarrollar nuestra legislación ambiental en aras de un desarrollo sostenible? ¿Sólo es la habitual presión empresarial?
Me parece que ya está bastante claro: existe una alianza explícita entre la política y las grandes empresas, y eso es lo que hemos visto en casos como Penta, SQM, la Ley de Pesca, el royalty a la minería y así… Hace mucho tiempo que las organizaciones ambientales venimos percibiendo esto. Cada industria tiene sus temas ambientales y vela por sus propios intereses sectoriales, y aspiran a seguir lucrando con los márgenes que más les acomodan. Por eso las empresas no quieren cambiar nada de la ley y restar poder de fiscalización. Para ellas, ojalá todo siga inalterable. Si al menos tuviéramos una Superintendencia del Medioambiente fuerte, al menos tendríamos una mejora en la gestión, pero la Superintendencia es débil. Cada sector industrial ha logrado posicionar sus temas en diversas formas. Por eso es que hoy los proyectos agrícolas y forestales no ingresan sus proyectos al sistema de evaluación ambiental. Eso fue fruto de una negociación política con ese sector en particular, y éste aún mantiene ese privilegio.
Después de décadas de maduración del discurso ambientalista y de una creciente aceptación en la sociedad chilena, ¿existen puntos en común entre comunidades, organizaciones ambientalistas, autoridades y empresarios respecto de qué significa «desarrollo sustentable»? ¿Acaso aún persiste una brecha muy grande en la manera en que todos estos colectivos conciben el desarrollo sustentable?
Si tomas muestras de presentantes de los distintos sectores, hicieras una especie de “lluvia de ideas”, verás que lograrás un acuerdo. Todos tienen una idea coincidente de desarrollo sustentable. El problema es cuando pasamos de la teoría a la práctica, cuando debemos aterrizar, implementar las distintas iniciativas en función de esas definiciones más o menos concordantes… Ahí surgen profundas diferencias. Unos creen que lo importante es crecer económicamente y después limpiar; otros creemos que el desarrollo, y no el mero crecimiento, puede ir de la mano de la protección del medioambiente pues este solo hecho obliga a introducir innovaciones productivas que tan bien le harían a nuestra economía. Pero entonces surgen las desconfianzas, las mezquindades, vemos que las organizaciones que representan a la sociedad civil se esfuerzan en participar, pero a poco andar chocan con la frustración porque las empresas son las que más se hacen escuchar.
¿Existe una real y genuina conciencia gubernamental respecto de la necesidad de proteger el patrimonio ambiental del país o, en su defecto, impera todavía una mirada desarrollista que supedita tal consideración a los negocios?
Este gobierno, así como el anterior, y el anterior, y el anterior; todos, sin excepción, han supeditado las cuestiones ambientales a los negocios. Es una política de Estado. Esto viene claramente del primer gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, cuando salió con su frase célebre: ningún proyecto estará supeditado a consideraciones de ese tipo. Si el Presidente dice eso, qué podemos esperar… Me parece que no hay un ánimo real en pos de resguardar el patrimonio ambiental, que es más importante que las inversiones. Pero sí. Definitivamente hay una mirada muy desarrollista a nivel empresarial y a nivel político.
El ministro de Energía, Máximo Pacheco, ha insistido en impulsar la «asociatividad» entre empresas y comunidades a objeto de dar viabilidad a los proyectos energéticos. ¿Qué le parece esa estrategia? ¿Esperaba algo diferente de esta administración?
Hasta este minuto no sabemos bien qué quiere decir el ministro Pacheco con eso de la “asociatividad”. ¿Qué es eso? ¿Una política pública? Porque quisiera recordarle al ministro Pacheco que en Canadá hay experiencias muy positivas de proyectos de energías renovables en conjunto con comunidades indígenas, pero aquello no ha surgido de una política pública. ¿Qué significa la asociatividad? ¿Significa que los proyectos se aprueban por el mero acuerdo entre empresas y comunidades? Si hay acuerdo, ¿significa entonces que el proyecto no se someterá a evaluación? Hay muchas cosas no resueltas. Por ejemplo: si el gobierno potencia la asociatividad, ¿comunidades y empresas serán socias? ¿Compartirán los beneficios? ¿Habrá simetría e igualdad de condiciones? ¿Acaso el gobierno será garante? El ministro Pacheco no se ha pronunciado al respecto. Si hay asociatividad en proyectos energéticos, ¿por qué no replicarlo en la minería o en la salmonicultura? En fin. Hasta ahora, cada vez que se habla de una sociedad empresa-comunidad hemos visto quién gana.
En los últimos meses del primer gobierno de Michelle Bachelet, el por entonces ministro de Hacienda, Andrés Velasco, impulsó una agresiva agenda para “acelerar” inversiones, de tal modo de, como se decía en esos años, hacer frente a los efectos de la crisis sub-prime. La idea era facilitar la aprobación de proyectos de inversión, saltándose en muchos casos las evaluaciones ambientales respectivas, tal y como la misma Contraloría manifestó. ¿Teme que, en vista del actual cuadro económico, se pueda repetir una iniciativa de esas características?
Es que eso ya está en marcha. El exministro Alberto Arenas presentó en septiembre de 2014, como le decía, la lista de proyectos a priorizar en una nueva agenda pro-inversión. La idea cobró un nuevo impulso el año pasado cuando la subsecretaria de Economía (Katia Trusich, quien renunció al cargo en enero de este año), le recordó a los demás ministerios del comité económico del gobierno los proyectos a priorizar, especialmente en los ámbitos minero y energético. Así que la idea está vigente. Otra cosa es que se haya optado por posponer algunos proyectos por el bajo precio del cobre, pero nada más.
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