El trágico fallecimiento del creador de North Face nos invita a una reflexión urgente respecto a esa anquilosada cultura de negocios que impera en Chile y América Latina, siempre carente de innovación y de acciones filantrópicas. Por lo pronto, el empresariado autóctono bien haría dando pasos muy sencillos, tales como competir de verdad con otros empresarios, pagar salarios dignos y no externalizar los pasivos ambientales que a menudo generan sus anticuados emprendimientos. Con eso sería suficiente.

Murió haciendo lo que más amaba, en uno de los lugares más bonitos del mundo, un lugar que hizo propio, aún más propio que su natal Ohio. Entregado al letargo de la hipotermia, ya con los músculos ateridos por el frío, su corazón detuvo el tranco en un centro asistencial. ¿Qué habrá pensado Douglas Tompkins cuando se estropeó el kayak y quedó a merced del oleaje embravecido del lago General Carrera? ¿Habrá dudado de sus posibilidades de sobrevivir? ¿Pensó quizás, como un ecologista consciente de su insignificancia ante el poder de la naturaleza,  que el agua gélida no le permitiría ver la materialización de otros tantos proyectos de conservación tanto en Chile como en Argentina?

No es menester realizar un panegírico ni una hagiografía de Tompkins. Seguro, al igual que cualquier otra persona, el gringo tuvo sus sombras. El tiempo dirá cuán oscuras y extensas fueron. Pero de Douglas Tompkins se dirá también que fue un empresario brillante, un exponente de esa estirpe de creativos que, muy a nuestro pesar, tanto escasean en la élite chilena, donde no es cosa habitual ver las innovaciones productivas o las acciones filantrópicas que menudeaba realizar el norteamericano.

No es exagerado decir que Tompkins salvó la Patagonia del atroz destino que le reservaba la hidroelectricidad a gran escala, lo que consiguió jugando un rol clave en campañas que contribuyeron a revertir las mentiras instaladas no sólo por el poder económico, sino también por un fragmento importante del arco político. También contribuyó a ponerla a resguardo de la horda salmonera. Y al final todo lo que dijo el gringo sobre Hidroaysén era cierto: a juzgar por lo que ahora afirman Bloomberg y otras organizaciones marxistas y fanáticas del ecologismo profundo, tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, las energías renovables son más competitivas, son cada vez más eficientes, y lo mejor: Chile puede hacer innovaciones importantes en la materia si aprovechara las condiciones naturales de su territorio, logrando con ello no sólo una matriz energética más limpia, sino que nos ayudaría a introducir valor y mayor productividad de nuestra economía. ¿Qué incentivo tendríamos para innovar en generación de energía si hubiéramos seguido insistiendo en las salidas fáciles, siempre más destructivas y siempre más costosas en el largo plazo?

Porque hay que decirlo: el empresariado chileno es intelectualmente perezoso, nunca inventa nada y, para colmo de males, es muy refractario al riesgo. Dicen que su máxima aspiración es capturar una renta. Les califican de “conservadores”, aunque muy probablemente el diccionario nos sugiera emplear otras palabras más precisas para graficar esas actitudes. Quizás son la consecuencia de una sociedad que les ha dado todo en bandeja, incluso los mercados. Son tipos de herencia, partidarios de dar a un descendiente lo que éste quizás no se merece. Tompkins, un anglosajón de genuina cosmovisión liberal, no creía en ninguna de esas cosas. Lo dijo en la última entrevista a revista Paula: la herencia no incentiva el desarrollo personal, un principio nada descabellado en una cultura anglosajona que ve a los hijos como descendencia y no como la prolongación natural de una persona, y es precisamente ese punto de vista liberal y meritocrático el que de por sí limita la herencia no ya sólo del patrimonio, sino que también frena la transferencia de los privilegios, o de los “derechos históricos”, como llegaron a sostener de manera impúdica las siete familias dueñas del mar cuando hicieron lobby por una ley favorable a sus intereses.

Ya es tiempo que el gran empresariado local tome nota de estos ejemplos y tome conciencia de sus propias miserias, de su terrible pobreza de espíritu y su holgazanería, de esa falta de creatividad y arrojo, de su incapacidad por hacer algo que lo haga merecedor del respeto y la admiración de aquellos que no reciben sueldo por besar sus manos ni por arrodillarse ante ellos en sus oficinas.

Tompkins fundó la empresa North Face, firma que innovó en la utilización de residuos sintéticos para la elaboración de prendas e implementos para la vida al aire libre. En sencillo, el tipo diseñaba chaquetas de calidad utilizando el mismo plástico que otros arrojaban a la basura, fundamentalmente las botellas plásticas, contribuyendo a reutilizar residuos que experimentan una lenta biodegradación. Tompkins abrió así un nuevo mercado, uno que echa raíces en la acuciante necesidad de cuidar nuestro planeta. Y entonces sentó las bases de una industria verde cada vez más vigorosa. ¿Hay algún empresario nuestro que haya hecho algo parecido? En Chile hay innovadores, espíritus inquietos, pero éstos, desgraciadamente, carecen de las espaldas financieras y los apoyos para realizar esta clase de emprendimientos. Los bancos no creen en ellos. Lamentable suerte de quien no pertenezca a ese exclusivo grupo de sujetos que parece estar dirigiendo los destinos del país.

El mismo Tompkins celebró el hecho de que otros inversionistas acaudalados se fueran sumando a esta cultura de la filantropía, la que aún es tan incipiente en Chile. Estimaba que la creación del parque Tantauco por parte del ex Presidente Sebastián Piñera era un paso en la dirección correcta, aun cuando cada día se tornaba más crítico de la rapacidad del capitalismo financiero, de lo insostenible de su esquema acumulativo y, cómo no, del inconmensurable daño que su peregrina idea de crecimiento ilimitado es capaz de infligir a la humanidad misma. Vale preguntarse si tiene sentido la filantropía de un empresario si éste, por contrapartida, participa en industrias abusivas con sus trabajadores o consumidores o derechamente destructivas para el medioambiente. He ahí otro problema con el empresariado local, aún cautivo de una cultura desarrollista que, reforzada por una concepción religiosa que invita a transformar la tierra, cree que la intervención total del patrimonio silvestre es un triunfo de la civilización humana por sobre la barbarie.

Ya es tiempo que el gran empresariado local tome nota de estos ejemplos y tome conciencia de sus propias miserias, de su terrible pobreza de espíritu y su holgazanería, de esa falta de creatividad y arrojo, de su incapacidad por hacer algo que lo haga merecedor del respeto y la admiración de aquellos que no reciben sueldo por besar sus manos ni por arrodillarse ante ellos en sus oficinas.

Es tiempo que se hagan un favor y entiendan que, antes que comprar vastas extensiones de tierra para proyectos conservacionistas, antes que donar para una causa benéfica, ya un empresario hace bastante con no hacer trampa en los negocios, con pagar sueldos dignos, no evadir los pocos impuestos que están obligados a pagar, no acogotar a sus proveedores y no esquilmar a los consumidores. Y hará mucho más por Chile, y por él mismo, si trata de ir siempre más allá en innovación productiva, creando emprendimientos que impliquen valor agregado, lo que de por sí mejora la calidad de los trabajos y las remuneraciones. No se necesita más. Con eso Chile se sentirá profundamente agradecido.

Ojalá que Douglas Tompkins sea un ejemplo. Ojalá los mismos empresarios chilenos pudieran ayudarse a sí mismos. Sólo entonces podrán ganarse el nombre de una calle o de una plaza.

El Soberano

La plataforma de los movimientos y organizaciones ciudadanas de Chile.

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