Michelle Bachelet
Presidenta Michelle Bachelet (Wikipedia)

La última cuenta pública de la Presidenta Bachelet sonó a despedida. O mejor dicho, a una capitulación, esa rendición negociada que permite salir más o menos de una gestión presidencial que, si bien fue bastante menos nociva para el país que las realizadas por sus predecesores, deja tras de sí una obra arquitectónica en bruto, carente de esas terminaciones que deben darle el carácter de progresista a una construcción. Algunos creen que esta capitulación se había firmado 2015 luego del escándalo Caval y el desembarco en su gabinete de conservadores como Jorge Burgos, en Interior, y Rodrigo Valdés, en Hacienda. A continuación detallamos las razones que sustentan las sospechas respecto al nulo interés del gobierno por acometer reformas de verdad. 

Michelle Bachelet dio por terminado su gobierno este 21 de mayo, razón por la que estamos en condiciones de escribir el resumen (o el recuento póstumo) de lo que fue su segunda administración. Los primeros minutos de su intervención estuvieron marcados por señales orientadas a tranquilizar a los mercados, así como por un renovado énfasis en el crecimiento, el impulso de una nueva alianza público-privada y todas esas vainas que tanto embelesan al mundo mercachifle y sus representantes al interior de los dos principales conglomerados político. Faltó poco para que les ofreciera disculpas por haber impulsado reformas tan tímidas, y estuvo a un paso de rogarles por un poco de comprensión cuando debió explicar lo que nadie medianamente sensato sería capaz de desmentir: el desarrollo de Chile sólo será posible -y sustentable- en la medida que redistribuya mejor la riqueza y pasemos, de una vez y para siempre, a otro estadio productivo.

Queda un año y medio de gobierno, pero ya da igual. Ya no hay relato, no hay cuento, no hay ganas de discutir, no hay fuerzas ni para alzar las manitos ni ideas para jugar lo que queda de partido; tampoco hay gente talentosa ni respetable que pueda estar dispuesta a colaborar, sino sólo el deseo de que el árbitro toque el pitazo para celebrar una derrota estrecha. El anuncio presidencial incluyó la promesa, ya realizada anteriormente, de que esta administración no impulsará ninguna otra reforma importante.

Las señales de Bachelet son confusas. La última: justificar la pasividad de Carabineros en los desmanes registrados en Valparaíso luego de lo ocurrido con el joven Rodrigo Avilés.

Ni para caballo inglés

Partió mal la Presidenta Bachelet. Nunca se le vio utilizando su enorme capital político para apoyar sus reformas o para hacer ese necesario llamado al orden de los propios, tampoco para terciar en la disputa política o bien para dar las respuestas demoledoras que merecieron todas las mentiras y los malos argumentos que, al fragor del debate, emanaron desde el mundo conservador. Había “capital político” para golpear la mesa, pero la Presidenta se empecinó a en revalidar un diseño de relaciones anclado en la transición: buenista, patero, amigote, blando,  tímido y genuflexo ante el poder económico, siempre consensuado. Tan “consensuado” como puede ser aquello que resulta de un acuerdo entre uno que quiere cambiar cosas y otro que se niega de plano a tal posibilidad. Por una extraña razón Michelle Bachelet, así como los presidentes anteriores, cedió ante la idea delirante del conservadurismo derechista que exige como obvio y razonable una política de los acuerdos que se acerca peligrosamente al co-gobierno.

Su debilidad después del caso Caval llegó al punto que su ministro del Interior tuvo el atrevimiento de reprenderla públicamente a raíz de una visita sorpresa a la Araucanía de la que, según se quejó amargamente el democratacristiano, no había sido informado. Más aún: le quitó legitimidad a la causal de violación en el proyecto de despenalización del aborto.

Por ello es que la Reforma Tributaria, la primera gran reforma estructural que acometió esta administración, acabó siendo un mamarracho de aquellos, un engendro abominable que surgió de la cruza anti-natura entre una fuerza que decía anhelar cambios progresistas y otra que ha abrazado por siempre el “neoliberalismo” más fanático. Lo pergeñado ahí fue algo tan extraño como ver a Paribeth tirando una boleta de honorarios, o al diputado Ignacio Urrutia agarrando un libro, hechos que por sí solos constituirían verdaderas señales del fin de los tiempos. Y al final tuvimos una reforma que no tocó todo lo que debió y pudo tocar, a tal punto que no sería extraño, si queremos ver las mejoras que la sociedad exige en múltiples ámbitos, discutir una nueva reforma en los próximos años. El caso es que la Presi se desveló por adherir aquello que no junta ni pega. He ahí el origen de la aberración promulgada en el Congreso, verdadero anuncio del espíritu que dominaría todo su decepcionante desempeño presidencial.

Atornillando al revés

Eran tan infantiles los errores que cometía el gobierno que en breve aparecieron los desconfiados (desconfiados con suficientes razones, por cierto) que vieron ahí un intento deliberado por desprestigiar las reformas con el solo objetivo de dejarlas morir. Lo que se dice atornillar al revés. Hay quienes buscan signos de desafección a su propio programa en ese afán enfermizo y permanente por negociarlo todo, incluso las pocas conquistas que tiene la sociedad civil. Prueba de ello es la terrible Reforma Laboral, de la que mejor ni hablar ya que, hasta este minuto, los trabajadores quedarían peor que antes a causa de las excesivas compensaciones a los empresarios (bien representados por parlamentarios pagados por ellos mismos) y la acción antidemocrática del Tribunal Constitucional, las que acabaron por desfigurar el proyecto.

La Reforma Tributaria (…) acabó siendo un mamarracho de aquellos, un engendro abominable que surgió de la cruza anti-natura entre una fuerza que decía anhelar cambios progresistas y otra que ha abrazado por siempre el “neoliberalismo” más fanático.

Algunos sostienen que Michelle Bachelet tenía fe en el programa, pero el caso Caval, que sepultó su credibilidad por entero, se llevó por delante la posibilidad de hacer esas reformas de verdad. Y la pérdida de credibilidad resultó ser fatal, más aún en un país que, debido a su analfabetismo político, es incapaz de diferenciar un proyecto de sociedad del personaje que lo encarna. Muerto el personaje, se morían las reformas. Algo de eso ocurrió. Sus partidarios también cumplieron con su cuota en este despelote, pues parecían más preocupados de cuidar la popularidad de la Presidenta que de impulsar las reformas prometidas a la ciudadanía, como la reforma del sistema previsional. Ni siquiera se le vio activa impulsando una ley que diera respuesta al anhelo de millones de chilenas, como es la despenalización del aborto bajo tres causales específicas.

Ella, que era lo único que sostenía la institucionalidad de utilería de los últimos cuarenta años, tardó en salir a enfrentar el caso protagonizado por su nuera, su hijo y Andrónico Luksic luego de que fuera revelado por la revista Qué Pasa. Y cuando se animó a hacerlo, entonces falló; dijo que se enteró por los medios, que no había reaccionado antes porque estaba en un lugar apartado… Malas excusas. Al final prefirió, en lo concreto, salvar al hijo en lugar de salvar la vida de un gobierno impulsor de reformas, y por ende vicario de la esperanza de millones. Y ese gobierno era el suyo. Vino entonces el “realismo sin renuncia”, que tenía más de renuncia que de realismo. Hoy la vemos apoyando una ley corta antidelincuencia tan inútil como demagógica, declara en una radio que Carabineros se inhibió de actuar en Valparaíso por lo ocurrido con Rodrigo Avilés, permite que su ministro de Hacienda nada haga por recuperar los cientos de millones de dólares que las AFP deben en impuestos luego de sus fusiones fraudulentas, y que en su gobierno se diga que, de ahora en más, sólo se impulsarán leyes o medidas que “no afecten la productividad”, que en lenguaje mercachifle local es sinónimo de rentabilidad de corto plazo.

Su debilidad después del caso Caval llegó al punto que su ministro del Interior tuvo el atrevimiento de reprenderla públicamente a raíz de una visita sorpresa a la Araucanía de la que, según se quejó amargamente el democratacristiano, no había sido informado. Más aún: le quitó legitimidad a la causal de violación en el proyecto de despenalización del aborto. Hoy, para colmo de males, le dice al empresariado que no hará nada más que pudiera molestarlos, que la obra gruesa está lista y sólo quedan por hacer algunas terminaciones. Por esa razón es que resulta imperativo permanecer vigilantes a las terminaciones que nos tienen reservadas los arquitectos de las reformas. No vaya a ser que dejen la casa inhabitable. De elefantes blancos sabemos los chilenos.

Eran tan infantiles los errores que cometía el gobierno que en breve aparecieron los desconfiados (desconfiados con suficientes razones, por cierto) que vieron ahí un intento deliberado por desprestigiar las reformas con el solo objetivo de dejarlas morir

¿Logros? Sus logros fueron siempre parciales, siempre opacados por su temor al enfrentamiento y las meteduras de pata de su entorno, que fueron muchas. Cómo olvidar el descabezamiento de su regalón Rodrigo Peñailillo, cuya figura se desmoronó con el escándalo del financiamiento ilegal a la política. Por eso es que a las tímidas reformas Laboral y Tributaria se suma la Reforma Educacional, materia que sólo anota un poroto de valor: la Ley de Inclusión que prohibió el lucro, la selección y el copago en la enseñanza escolar, lo que se obtuvo únicamente gracias a una positiva correlación de fuerzas al interior del Tribunal Constitucional. Pero no hay nada más para mostrar en enseñanza escolar, y en educación superior sólo se logró una gratuidad limitada a un segmento minoritario a través de una glosa presupuestaria, que fue la opción que tuvo más a mano el gobierno ante otro desopilante fallo del Tribunal Constitucional.

Sin intenciones genuinas, sin medios de comunicación…   

Y es aquí donde encontramos la principal evidencia que da sustento a los malpensados que creen que este gobierno nunca quiso cambios, y es precisamente la manera en que el gobierno, y en último término la coalición gobernante, dejó escapar la posibilidad de asegurar su voto de mayoría en el Tribunal Constitucional, algo sólo comprensible en la lógica del autogol deseado, o de ese demencial empecinamiento por dejar tranquilos a los viejos concertacionistas reticentes a los cambios. No es posible entender de otra manera el nivel de desinteligencia exhibida (chambonadas sospechosas al por mayor) con motivo del proceso que estuvo orientado a nombrar a un nuevo representante de la llamada “Tercera Cámara”. Que al final se haya impuesto el nombre de un derechista filofascista, en circunstancias que la lógica indicaba que el escogido no podía ser otro que un jurista pro Nueva Mayoría, reflejaba la magnitud de las tensiones ideológicas al interior del conglomerado y la terrible amenaza que se cernía sobre las reformas.

Pero hay otro hecho que habla tanto o más del inexistente espíritu reformista del actual gobierno y de la coalición que lo sustenta, y ese es la insistencia suicida por prescindir de un aparato comunicacional que respalde la acción política del gobierno y logre contrarrestar la embestida propagandística de los adversarios. La calle, el espacio radioeléctrico, la red… todos esos espacios siguieron inundados, como ha sido la tónica desde que se recuperó la democracia, por contenidos informativos que destacan por su claro sesgo ideológico y profundo compromiso con el status quo.

Tribunal Constitucional

No existe en otro lugar del mundo una coalición que haya adoptado una posición tan contumaz, absurda y ridícula, a no ser que las fuerzas políticas en disputa tengan tantas similitudes que ya se torne innecesario el apoyo a medios afines que sirvan de plataforma de sus ideas. Lo peor es que, en vez de dar un giro y crear las condiciones para generar un nuevo ecosistema de medios, mucho más plural y representativo de la sociedad civil (no necesariamente adepto al régimen), el gobierno de Chile persistió en la vieja práctica de centrar el avisaje estatal en los medios que pertenecen a los dos principales consorcios, El Mercurio y Copesa, cuyos barcos insignias han sido particularmente sanguinarios con su gestión y funcionales, era que no, a los intereses del gran empresariado. ¿Pensó que así se ganaría la simpatía o el silencio de sus editorialistas? ¿Tuvo miedo a ganarse una ojeriza mayor por parte de esos medios? Nadie sabe.

¿Y si le pasan plata a ambos consorcios porque comparten sus posiciones y no por obligación? También es una pregunta lógica. A la larga, lo obtenido en estos años de transición ha sido producto de una relación consentida. Es su obra, y ellos tienen todo el derecho a quererla y defenderla, amarla como a un hijo, pese a todos sus defectos. Y ya se sabe: uno nunca niega a un hijo, por muy tonto y problemático que nos haya salido.

Es verdad. Puesto en perspectiva, el gobierno de Bachelet fue reformista, mucho más que los anteriores; mucho más que Aylwin y Frei, y ni hablar de Lagos, que siendo socialista llevó las cosas (perdone la exageración) más allá que los dos primeros y Pinochet juntos. El problema es que valla estaba bien bajita, por lo que cualquier cambio, por mínimo que sea, luce como una gesta transformadora.

Presidenta Bachelet y su ministro del Interior, Jorge Burgos (foto Wikipedia)

No sería bueno entonces hacerse muchas ilusiones con el resultado de un proceso constituyente que, como ha anticipado la Presidenta, será incidente pero no vinculante. Y las opiniones pueden ser muy incidentes… o bien nada incidentes. Ya sabemos de qué polo estamos más cerca si atendemos las declaraciones del senador DC Patricio Walker, quien fustigaba así la negativa de Chile Vamos a participar: “No sé por qué tanto problema para participar en un proceso que no decidirá nada, y que será sólo incidente”.

El Soberano

La plataforma de los movimientos y organizaciones ciudadanas de Chile.

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